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El fantasma de la niña del DIF

El fantasma de la niña del DIF

*El siguiente cuento contiene descripciones fuertes y puede no ser apta para menores. Aborda temas de violencia y suicidio. Se recomienda discreción"


Las personas que han vivido en Las Cuadras de El Salto, así como los que de niños visitamos el DIF para jugar, de cierta manera sabrán de quién hablo. Su nombre era Sarita, aunque hablar en pasado de ella nos limita para contarles esta historia: de nuestros recuerdos de niños, del paso de los años, de las interminables correteadas y escondidas jugadas, de cuando encontramos lo más aterrador que han visto nuestros ojos.

Algunos la conocimos en persona, porque Sarita fue nuestra compañera en la escuela de Las Ortiz, y porque jugábamos a las traes o a las escondidas en el barrio. Diría que era una niña feliz. Aunque la última vez que jugamos, la vimos algo diferente. Nunca pensamos que fuera a hacer lo que hizo, si es que eso fue lo que sucedió.

Ella vivía frente al DIF, en una casa gris y de puertas negras. Su padre era policía y su mamá vendía en el mercado las mejores gelatinas de pollito con rompope.

Nunca se me va a olvidar. La tarde en que sucedió jugábamos a las escondidas. Íbamos a escondernos entre las plantas del vivero, en los jardines de la placita (Plaza Obrera) o entre Las Cuadras. Escondernos era lo mejor que sabíamos hacer. A veces, hasta la vuelta a la manzana dábamos con tal de que no nos encontraran.

El sol empezaba a esconderse entre los pinos del campo Atlante. Sabíamos que pronto nuestros padres chiflarían o gritarían nuestro nombre para meternos a casa. Contra todo regaño, decidimos jugar unas últimas escondidas; con la promesa de que si el último no era encontrado, podía salvar a los demás.

Sarita fue la que empezó a contar recargada en el gran árbol del DIF. En esas escondidas se jugaba todo nuestro ingenio, además de que apostamos dar nuestro domingo si Sarita nos encontraba primero. Yo me hice una escondida “a lo clásico” pero segura: consistía en correr a toda prisa por la calle del Atlante, girar a la izquierda por La Jalisco y darle la vuelta al campo para salir por el lado del Seguro y la Placita. Así, mi domingo estaría a salvo. Porque alcanzaría el árbol mientras Sarita buscaba a los demás en otras partes.

—¡Una-dos y tres por mí! —. Grité desde el árbol.

Escuché el temible chiflido de mi padre. Ese sonido que se hacía más fuerte al final y que sentía me tocaba los huesos. Otras madres y padres comenzaron a llamar a los demás. Corrí hasta mi casa. “Lo más seguro es que mañana continuaríamos la escondida y se reviviera la apuesta”.

Cenábamos cuando tocaron la puerta. Eran los papás de Sarita. La buscaban porque no había regresado a su casa.

—Jorgito, ¿no viste si Sarita se fue a otro lado?

—Estábamos jugando a las escondidas y ella nos buscaba. Sólo la vi cuando estaba contando en el árbol.

—¡Ya preguntamos en las demás casas y no aparece! —dijo su madre sollozando.

Mis padres y los de otros amigos se unieron a la búsqueda de Sarita. Con lámparas y gritos recorrían Las Cuadras y el mercado. Algunos padres fueron a buscarla a La Textil y la Haciendita.

En la mañana, antes de ir a la escuela, llegaron mis papás. No habían encontrado ningún rastro de Sarita.

Nunca se nos va a olvidar. Perla y yo caminábamos a la escuela cuando encontramos a Sarita. No tenía los zapatos puestos. Sus pies desnudos colgaban sobre el pasto verde del DIF y habían sido comidos por los zancudos y las ratas. La piel de su cara estaba de un morado oscuro y desde sus ojos bajaban grandes surcos grises-azulados. Tenía miles de manchas pequeñísimas y rojizas por todo el cuerpo. Las agujetas de sus zapatos estaban enrolladas alrededor de su cuello y estas después pasaban por encima del tubo del columpio.

Gritamos tan fuerte y corrimos tan rápido como pudimos.

Nos prohibieron regresar al DIF por semanas, mientras la policía estatal investigaba lo sucedido. Al final, dieron carpetazo y señalaron que Sarita se había quitado la vida. Pero nadie nunca lo creyó.

Aunque el suicidio en niños es un fenómeno posible y se registran algunos casos al año, la forma en que Sarita estaba colgada, no encajaba con su fuerza ni su edad. Nunca olvidaré esa imagen. Verla nos cambió la vida. Muchos vecinos se fueron de El Salto, otros se cambiaron de barrio y de escuela.

Aún después de años en que regreso de visita a El Salto, pienso en lo que pudo haberle sucedido a Sarita. También a veces la escucho contar en las escondidas, gritar, reírse. La escucho columpiarse en los oxidados columpios del DIF. Si la llegan a escuchar, les pido por favor que no se asusten. Que sean comprensivos. Ella es sólo una niña que se perdió en los límites de la maldad y de nuestro entendimiento.

Ramiro Corona — Escritor de Pueblo 


Ramiro Corona

Es habitante de El Salto y Juanacatlán. Licenciado en Salud Pública y autor de "Cuentos del Pueblo"

*Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de La Cascada*

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