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El otro Santiago

El otro Santiago

Pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.

—Jorge Luis Borges

Para nuestros pueblos, por donde corre unSantiago entre nosotros.

 

La corriente del río transitaba lenta sobre el cauce. Las garzas devoraban larvas e insectos atrapados en la alfombra de lirio verde a lo ancho del agua. Serían las siete de la mañana. Un domingo de tantos que sucederían después. 

Recuerdo estar sentado en la orilla del río cuando ocurrió. Comencé mi rutina. Agudicé el oído, cerré mis ojos,respiré con calma. El latido de mi corazón y la caída del agua por la cascada. 

Un sonido a mis espaldas perturbó la tranquilidad dellugar. Atribuí el ruido a algún animal entre las hierbas. Continué envuelto en mis pensamientos, pero algo interrumpió de nuevo el silencio. Abrí los ojos y me incorporé. Vi a un hombre a escasos metros de mí. Era joven. Observaba con atención el río. Llevaba puesta una chamarra pasada de moda, botas de trabajo y jeans. Espera el transporte para ir a las fábricas, pensé. Miré algunos segundos a aquel hombre. Quería que se marchase por donde vino. Que me dejara estar a solas. Decidió sentarse en la orilla del río y encender un cigarro. Tenía un aspecto extraño. Algo me hizo desconfiar, pensar que no fuera alguien del pueblo. Un visitante extraño, acaso. 

Pasaron seis o siete minutos y hombre seguía donde mismo. Decidí levantarme. Tendría que volver otro día. El hombre comenzó a tatarear el tono de una canción. Me detuve y volteé. Conocía esa canción.

—Disculpe, ¿sabe quién compuso la canción que tararea?

—Angélica Ulbar. Mi madre.

Me sentí terriblemente consternado. Angélica Ulbar, era el nombre de mi madre, muerta años atrás a causa del cáncer. Una muerta lenta y dolorosa que me dejó deshecho hacia el final del desenlace. Metástasis. 

¿Qué estaba sucediendo? Fui hijo único. El hombre en cuestión, no podía ser mi hermano. La intriga invadía mis pensamientos.

—Amigo, ¿es de por aquí? 

—No. Mi padre es quien vive aquí. Trabaja en la fábrica. Es inspector de telares. 

Volteé hacia la fábrica. Seguía a oscuras. Tenía más de treinta años abandonada.

—Muchacho —decidí tutearlo—, ¿de casualidad su nombre no es Santiago Albo?

Asintió con cierta indiferencia.

—Igual que el mío —dije con ironía—. También me llamo Santiago Albo. Suerte me he venido a encontrar.

Me acerqué y le dije:

—Mitad posible, mitad imposible. Todo esto podría ser parte de un juego de la mente. De un ataque corrosivo a la memoria. Usted es yo, pero más joven. Yo soy tú, a punto decumplir los setenta años.

El otro Santiago sacó un cigarrillo que llevó a su boca. Me tendió la mano con la cajetilla de Boots. Le rechacé el ofrecimiento.

—¿Es la primera vez que vienes a este río? —le pregunté.

—Sí —respondió a secas.

—Después de los cuarentaitrés comenzarás a venir aquí. Después del…

—¿Después del qué? —preguntó.

—No pudiste hacer nada. No fue nuestra culpa. Tardarás en entenderlo.

Guardó silencio. No mostraba algún interés en saber más de mí. Mejor dicho, de él. Aun así, decidí advertirle. Recuerdo mis ánimos durante esa época: no fueron los mejores. 

—¿No quieres saber algo de mí pasado, que es el futuro que te espera, Santiago?

Asintió. Comencé a contarle lo que creí importante.

—Mamá murió antes de que cumplieras los cuarenta. Un cáncer que creíamos sanado, reapareció cuatro años después, cuando todo era maravillosamente feliz. Mamá tenía entonces un gran jardín en el que componía su música.Pronto, el jardín se fue deteriorando como su salud. Dejo de componer. Las últimas flores en apagarse fueron los geranios chinos. Después, murió. 

—¿Y mi papá? —preguntó el otro Santiago Albo.

—Papá no regresó de un viaje que hizo a Francia. Fue un ataque al corazón. Estuvo sin identificar en un hospital de París hasta que murió. 

El semblante de los dos se entristeció. 

—¿Cómo están ambos ahora? —pregunté con interés al joven—. Extraño verlos sonreír.

—Ellos se encuentran bien. Están en casa. Mamá sigue frente al piano a esta hora. Papá bebe café y apura un cigarrillo en la sala.

El sol rozaba copas de pinos y eucaliptos. Iluminaba apenas la mitad del río. Su recorrido era lento y apacible. Estable, en época sin lluvias y zancudos gigantes. Nos pusimos al tanto de pormenores importantes, o eso pensé. 

Consultó su reloj en señal de quien espera indiferente. Decidí contarle mi desgracia, que más tarde se convertiría en la suya. Arruinarle media vida a un muchacho. ¿Para qué? ¿Prepararlo? 

—No pudiste hacer nada. No fue nuestra culpa, Santiago —le dije con voz a medio quebrar.

Noté que me veía con extrañeza. Proseguí.

—Era verano. Mi esposa y mi hija murieron en un accidente de auto. El Renault rojo se desbarrancó y se hundió en un bosque de llamas instantáneo. Regresaban de un concierto de violín en la ciudad. 

Comencé a derramar pequeñas lágrimas. Dejé de hablar. Comprendí que para alguien ajeno, aunque los dos éramos lomismo, tales palabras serían una tragedia más. Las hay por montones en todas partes. Me levanté. Él seguía mirando el tránsito del río. 

—Muchacho, tengo que despedirme —puse mi mano en su hombro.

—Sí, señor. Vaya con cuidado —me dijo.

—Desearía no haberte arruinado la mañana.

—Descuide —sonrió un poco.

Caminé en dirección al pueblo. No volteé hasta llegar al final de la hilera de árboles. Santiago Albo había desaparecido de la orilla del río. Me alegró que no siguiera contemplándolo. Respiré de nuevo con calma.

 

Ramiro Corona — Escritor de pueblo