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Fetos en escabeche

Fetos en escabeche

La secundaria está vacía. Esperamos sentados en los fríos bancos del laboratorio de química. Es el extraordinario de español, un último examen que nos separa de las vacaciones y de entrar en agosto a la preparatoria. 

Para mí fue una sorpresa, había pasado con sesenta las últimas evaluaciones, pero en el bimestre final, quizá por venganza, la maestra me reprobó. —Encontré una forma de deshacerme de ti, Ramiro—. Y yo pensé: eso siempre dicen los vengativos. 

Llega la maestra y nos separa en las cuatro mesas del laboratorio. Una plancha helada y brillante que rebota la luz en tus ojos. Reparte los exámenes como diciendo: “de aquí no pasan. Aquí se atoran los que no estudian”. 

Respondemos el examen. Nada de lo que viene en un extraordinario es lo que recuerdas: si las oraciones, los gerundios o el Quijote de la Mancha los viste en clase, ya no están en tu mente. Respondo con la técnica de un amigo —la primera siempre es “A” y las demás respuestas están entre las “C” y las “D”—. 

Pienso en que nadie pasará. “Todos estamos aquí por algo”. Lo sé porque todos los saben. Porque somos unos pinches desmadrosos, porque nos hacemos la pinta, porque no nos gusta lo que aprendemos y mentamos madres si algo no nos parece. —Pinches chamacos revoltosos. Pinches desquehacerados, nomás haciendo sus dagas. Pinches esto, pinches lo otro—. Es lo que siempre oímos. 

Terminamos el examen. Se siente bien ya no tener la presión y los nervios en la panza. Sonreímos y nos sentimos más ligeritos. Damos vueltas en los bancos y bromeamos sobre la profesora que viene hacia el laboratorio.

—Esperen en el salón del grupo “D”, mientras califico sus exámenes.

El tiempo parece ir tan lento aquí, que ya quiero irme. Saber el resultado del examen para pensar qué voy a inventarle a mis padres si no paso.

Aquí en el pueblo los grandes nunca te quieren sin hacer nada. —O trabajas o estudias, no vas a estar de pinche güevon en la casa—, dice mi padre y los padres de todos. Según ellos, siempre saben lo que es mejor para ti y no te dejan en paz. Pero nosotros ya sabemos que si no vas a trabajar a las fábricas, irás al cerro.

Quiero pensar en otra cosa. Veo las paredes del salón. El abandonado periódico mural sobre las guerras que nos pidió el maestro de historia. —La guerra cristera fue una lucha de imbéciles, muchachos—. Dijo el maestro después de que un compañero platicara que su abuelo luchó con los cristeros. 

Me da risa un poco. 

Alguien empieza a tirar papeles con baba por una cerbatana. Me da en el cuello a mí, y a Eve en la mema. Imposible no darle. Empezamos una guerra. Los cerbatananazos salen de todas partes, dan en el pizarrón, las ventanas y resuenan en un gabinete de metal de color verde y oxidado, como todo lo que hay en esta escuela. Las cosas cerradas siempre llaman la atención. ¡Quiero abrirlo ahora mismo! ¡Que se pase más rápido el tiempo!

—Eh, Eve, ¿qué tienen ahí? 

—No sé, está prohibido abrirlo.

Eve es del grupo “D”, de los que les da miedo todo y obedecen a los maestros.  

—¿Eh?

Me acerco al armario y saco mi navaja para abrir el cerrojo. 

—Espera, no abras ahí. La maestra no tarda en venir.

—¡Bah!

Levanto el cerrojo.

—Son…

—¡Fetos, hijos de perra!

Fetos de todos los tamaños. De caballo, de perro, de vaca, de oso, de puerco, de rata. Fetos de personas, de culebras, tortugas y murciélagos. Con escabeche mugroso, amarillo y morado que no deja ver qué tienen. Algunos parecen licuados, a otros se les cayeron los brazos o las piernas y flotan en el frasco. Fetos, a fin de cuentas, de cualquier cosa. 

—A ver… Saca uno, quiero verlo.

Sacamos el más grande de persona, la culebra y el oso. Los pusimos sobre la mesa del maestro. 

—¿Qué pedo con esto? ¿Apoco nunca lo habían abierto?

—No, si lo abres te corren de la secundaria en automático.

—¡Ah! ¿Tanto así? 

—Mira, este parece un pinche marciano.

—¿Eve? ¿No es tu hermano?

—Ja, ja, ja. Se me hace que sí. Míralo, los dos tienen la misma choya.

Eve sale corriendo del salón.

—Va a chismear a la vieja. ¡Ya! ¡Ciérrale, Ramiro!

—Espera, deja ver esto de acá.

—¿Qué hay ahí atrás?

—Es una…

—Es una puerta. 

Tres años en esta perra escuela y nunca vimos nada. Ni fetos ni escabeche, ni nada parecido. Los grandes siempre piensan que nuestra cabeza no puede con nada. Que nos vamos a quedar traumados o melolengos cuando nos enseñen el sexo, las drogas y porki que ya compramos en el tianguis.

Sacamos los fetos que quedan. Entre las tablas del gabinete descubrimos una puerta cada vez más grande, de todo el tamaño del fondo. Abrimos la puerta y sentimos un frío de refrigerador en los huesos. Hay un olor extraño y una luz bajita. Es un sótano. Se escuchan murmullos y ruidos raros.

Bajamos despacio y pegados a la pared. Voy adelante con mi navaja lista. Me detengo a la mitad de la escalera, en cuanto puedo ver algo. Están todos bajo una luz y alrededor de “algo”. Comen y platican la maestra de Español, la de Química, la de Biología y el Prefecto.

Un escalón más y veo una pierna en la mesa. Me regreso un poco y le digo a quien está detrás: —hay una puta pierna en la mesa—. Él pasa el mensaje a quien va al último.

Bajamos más. Vemos la pierna y el pie del que las maestras y el prefecto comen. También vemos que tiene un tatuaje de serpientes en el tobillo. El único tatuaje que alguien trae en una secundaria como esta. El de Jorge. Al que corrieron hace meses por ponérsele al brinco a los maestros y mentarles la madre en honores.

Empiezan a hablar raro y se toman de las manos. El cuerpo de Jorge está abierto sobre la mesa, con la panza y las tripas y todo lo oscuro de fuera. El prefecto levanta un hacha y da un golpe seco a la cabeza. Salen tripas y escabeche que rechinan y que ponen en un traste. Lo van pasando uno a uno, comen y sorben el caldito de las tripas de la cabeza de Jorge.

—¡Hey! ¿Quién está ahí abajo?

—¡Cállate, puto Eve! Nos van a oír.

Los de la mesa oyen el grito de Eve y empiezan a buscarnos por todos lados. Por un instante parece que nos miran a los tres, congelados en la escalera y sin poder gritar. Por un instante parece que el prefecto viene hacia nosotros con el hacha en la mano, pero algo más grande sale por detrás y lo detiene.

Desde las ventanas vemos que regresa la maestra de español. Nuestras calificaciones tiemblan apretadas en sus manos. Su cara ha cambiado para siempre, nos mira con odio, con los ojos más grandes y rojísimos de la gelatina. En la blusa tiene pequeñas manchas de algo rojo y gris. Rojo y gris de Jorge.

En agosto iremos a la preparatoria y lo olvidaremos todo. 

Ramiro Corona

Sobre el autor: Ramiro Corona es naturalizado por voluntad como originario de Juanacatlán Jal. Su pasión por la investigación le ha permitido conocer e instruirse en diferentes universidades alrededor del mundo. Es un voraz lector de literatura, un oportunista poeta y si bien es diestro para escribir, es zurdo en su pensamiento.