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Negro como pantera

Negro como pantera

                                                                      A Fernando Escalera, amigo de antaño

 

El primer muchacho en aparecer desnudo a la mitad del pueblo, fue el hijo del carnicero. Lo encontraron panaderos que regresaban de su jornada. Estaba tirado a media calle, desorientado, con marcas extrañas por todo el cuerpo. Temblaba, parecía haber perdido el habla. Uno de los panaderos cobijó del frío al muchacho con un costal.

           Días después del encuentro, el joven no recordaba algo útil que ayudara a los vecinos y a la policía a encontrar a los responsables. Sus últimos recuerdos: haber salido de su casa por la noche, caminar hacia la plaza del pueblo y ser despertado por los panaderos en la calle.

           El segundo y tercer desaparecidos fueron los hermanos Parra, hijos del carpintero. Uno desapareció un viernes y el otro un día después. Su aparición, al igual que el primer joven, ocurrió en las mismas condiciones: sin ropa y de madrugada. Una señora los despertó cuando salió a barrer la calle. Tampoco recordaban qué había pasado.

           Durante aquellos meses sucedieron veinticinco desapariciones más. La desaparición del hijo del presidente, fue la gota que derramó el vaso. Encontrado por empleados del Honorable Ayuntamiento en un jardín de la plaza principal, el joven estaba pálido como la luna y las ratas lo habían mordido durante la noche. Pasó dos semanas en el hospital, recuperándose. Al igual que otros, recordaba poco. Caminaba cerca de la plaza y algo lo atacó.

Se estableció un toque de queda en el pueblo, a fin de evitar más secuestros y desgracias. El presidente municipal convocó de forma urgente una reunión de seguridad. Estuvieron presentes el comandante de la policía (que había fracasado en dar con los responsables), el señor cura y los padres de los afectados.

—¡A ver, señores! ¡Orden! ¡Orden! ¡Tenemos que resolver esto! —dijo el presidente—. No podemos dejar que nos avergüencen mandando a los policías de la capital, ni a los federales.

—Señor presidente, por favor, sería bueno que nos echaran una mano —dijo el carnicero—. La policía nomás no da con los responsables. Al paso que vamos, no quedará en el pueblo ningún muchacho.

—¿Quién los manda a andar tan noche en las calles? Es también su culpa —dijo una mujer.

—¡Usted cállese, pinche vieja! Se ve que no le han desaparecido a ningún hijo. Es más, ¿quién chingados la invitó?

—¡Silencio, ya! —gritó el presidente.

En la reunión se formó la Comisión de Vigilancia, Protección y Captura, con la finalidad de resolver el asunto de una vez por todas. La comisión fue integrada por la policía en tareas de vigilancia. Protección se dejó a cargo del señor cura, porque podía dar asilo en el templo a algún muchacho que corriera peligro en las calles. A cargo de la captura dejaron al carnicero, respetado por ser el mejor cazador.

La comisión decidió ejecutar un plan, que era el siguiente: la policía trazaría por las calles del pueblo un camino seguro para un señuelo, al que llamaremos “cabeza de balde”. Este cabeza de balde caminaría con un silbato puesto en la boca, por el sendero de calles vigiladas. Si era secuestrado, podría cerrársele el paso al secuestrador y capturarlo.

Por supuesto, el plan no funcionó. El miedoso de cabeza de balde sonaba el silbato cuando aparecía cualquier cosa. Lo hizo cuando lo asustó un perro y después una rata. La policía reaccionó a la altura de las circunstancias. Apenas sonó el silbato, los oficiales estaban listos para someter a los secuestradores.

El plan habría que perfeccionarse.

El primero que habló fue el carnicero.

—Usaremos un señuelo, pero sin silbato.

—¿Qué propones? —dijo el jefe de la policía.

—Va a ser casi lo mismito. Primero trazan la ruta segura, después soltamos al señuelo. Lo mantenemos bajo vigilancia hasta que los responsables aparezcan. Ahí entro yo, atraparé cualquier cosa con una de mis mejores trampas.

Estuvieron de acuerdo.

La noche en que se llevó a cabo el plan, olía a misterio resuelto. Las calles del pueblo estaban desiertas desde las nueve de la noche, para dejar trabajar a la comisión. Se respiraba también el olor fuerte del río, cagadera de tanta gente de otros lados.

Era media noche. Cabeza de balde inició su recorrido afuera del mercado. La policía, con binoculares, vigilaba su caminar por la calle Independencia con dirección a la plaza. Había poca luz cuando se escuchó un rugido. Cabeza de balde sintió el sonido en su estómago. El rugido volvió, con mayor fortaleza. Una sombra bestial saltó desde el techo del Súper XX y se posó en el balcón de la farmacia. Los policías vieron saltar aquella bestia, pero no se animaron a acercarse para disparar. Cabeza del balde miró los ojos de la alimaña y corrió con todas sus fuerzas hasta la entrada del templo. Golpeó con desesperación las puertas para que lo dejaran entrar. Nadie abrió.

—¡Muchacho tonto! Sigue el plan. Tráeme a esa bestia aquí —murmuró el carnicero, mientras observaba al señuelo, desde su posición en el techo del Cine del Río.  

La trampa estaba lista dentro del cine. El carnicero había tardado dos días en montarla y otro más en hacer pruebas. El principio del artefacto era el de un cepo gigante, lo suficientemente grande para atrapar a una vaca, era una trampa sofisticada. Un cepo clásico en el bosque lo cubres con hojas y maleza y es fácil de ocultar. Pero dentro de un cine, ¿cómo lo camuflajeas? Para lograr esto, el carnicero mandó retirar la alfombra del cine y dejó encuerado el suelo en un cemento gris. Después, en un gran desnivel cóncavo de la construcción, montó el cepo. Llenó esa fosa con litros y litros de manteca gris, a la que agregó un poderoso paralizante hecho con alcohol de alacrán. En menos de un minuto la substancia entraba por la piel y paralizaba cualquier cosa. La mezcla resultante, más-menos arreglos del carnicero, era idéntica al cemento grisáceo del cine. El señuelo sólo tendría que pararse sobre la orilla de la trampa para no ser capturado.

Desde las puertas del templo el muchacho vio a la bestia. Estaba posada como una fiera sobre la cruz de cantera. Sus garras, largas y brillantes como el acero. Rugió de nuevo antes del saltar sobre el señuelo, pero este ya había corrido antes en dirección hacia el cine.

Cabeza de balde apenas pudo entrar al cine salvándose de un zarpazo de la bestia. Rápido tomó su lugar en la esquina de la trampa.

Era un animal muy grande. Tenía erizado el pelo color negro azabache. Sus patas eran anchas y suaves. Una cola larga serpenteaba hipnótica en el aire. Los ojos dorados, la nariz chata con largos bigotes color plata. Rugía y mostraba los colmillos nácar con la mitad del cuerpo echada hacia adelante.

La pantera gigante lo miró con sus ojos dorados, en actitud demoniaca. Con un rugido rompió los cristales del cine antes de saltar. El felino gigante cayó directo en la manteca arenosa de la trampa, el cepo se cerró y un alarido bestial que se fue haciendo humano se dispersó en el silencio de la noche. Una ristra de balazos cruzó la sala del cine dando de lleno en la presa.

Cuando los integrantes de la comisión abrieron el cepo, encontraron al padre Aurelio González agujereado. Estaba negro como pantera. Lleno de un tizne grasiento y oscuro como el color abismal de la noche.

           El presidente fue el primero en acercarse al cuerpo. Su semblante era triste y a su vez preocupado.

El carnicero creyó ver una cola asomándose bajo la ropa del presidente. No estaba seguro.

—Quémenlo todo —dijo el presidente—. Que nadie sepa lo que sucedió aquí.

 

Ramiro Corona

Escritor de Pueblo