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Sidronio Gómez

Sidronio Gómez

Ya había aclarado el día. En el crucero de Rancho Nuevo los robles reflejaban el brillo del sol que se metía en los ojos de los caminantes. La neblina estaba por los suelos, había bajado para humedecer el suelo agrietado e infértil. Resultaba un lugar abandonado por la suerte de Dios, presa de un olvido que se fue prolongando.

Reñengado, un caballo moro tostoneado regresaba sin rienda en mano de vuelta a su potrero. Arrastraba por el pedregal un cuerpo atorado de un pie en el estribo. El bulto era Sidronio Gómez, que ya venía muerto y enterregado hasta de la boca. 

*

—Padrecito, mi hijo roba huevos del corral de Don Úrsulo. Pero él no sabe que roba. ¿También es pecado ante nuestro señor? Creo que roba nomás cuando lo corretean las gallinas por el corral. Ahí sí que le cambia la cara y sabe que obra mal. Luego va y se sube a un guayabo, donde tiene un clavo atorado, hace un agujero a los huevos y los sorbé. 

—Hija, no dejes que Sidronito se te vaya por la brecha del mal. Recuerda, Martina, que a los hijos hay que guiarlos. A ese niño hay que ponerle vara alta desde ahorita que esta chiquito, si no, se nos va amañar pa siempre. Dios sabe que más le dé por agarrar sin permiso ya de grande. Anda, vete a rezar dos Avesmarías y tres Padrenuestros de penitencia, voy a empezar misa.

*

El sol ya había calentado la tierra. En distintas partes del pueblo se podía ver a los rurales ir hacia la iglesia. Algunos iban a pie, otros a caballo. Con la cabeza baja y semblante melancólico, pasaban de uno en uno a persignarse frente a la cruz de cantera. Perder a un compañero siempre pega en el ánimo. 

—¡Daremos con ellos y los colgaremos! No la verán venir. Antes de que puedan encomendarse a Dios, les nublaremos la mente. No dejaremos que la poca alma que tienen se les escape por el pescuezo.

La misa de cuerpo presente iba a la mitad. El comandante del escuadrón rural salió a fumarse un cigarro para calmar los nervios. Tenía que rendir cuentas al cuartel. Dar con las señas de los pelados que mataron al rural dentro del ataúd. 

A escasos metros, Sidronio Gómez bajaba por el muro de piedra cuando empezaron a tronarle los balazos. Venían desde el revólver del comandante rural, que por entre los árboles, lo veía descender de la ventana del cuarto de su hija. El rural sintió que le hervía la sangre. Días antes había divisado a alguien en las afueras de su casa. Nunca pensó que fuera Sidronio Gómez, ni que pasara las noches con su hija Rosalba. 

A la segunda ristra de tronidos, el escuadrón rural ya hacía formación fuera de la capilla. Esperaban las órdenes del comandante. 

—¡Vivo o muerto, pero que no se escape! —les gritó a todos—. Se fue patrás de la capilla, por ahí ha de estar arrejolado. Trae camisa negra y sombrero ancho. 

Sidronio, con el corazón en susto y arrejolado en una de las pilastras, desenfundó su pistola. Abrió el barril y vio que traía cuatro balas, las sacó y amasó con la mano. A eso había que aferrarse. Se tentó la cintura buscando su carrillera de fajo que olvidó en el cuarto de la hija del rural. Por lo bajito, serían veinte rurales los que lo rodeaban. Con tan poquitas municiones no le quedaba más que encomendarse a Dios. Las empezó a meter una por una en el revólver, les fue pintando a todas una cruz con la uña para que dieran en el blanco.

Los rurales se dispersaban en las calles del pueblo. Aquellos que iban a caballo taponearon todas las calles. Traían los ojos llenos de maldad, apretaban entre las manos los rifles y las pistolas como cuando cazan a alguien con coraje. Todos estaban a la espera de escuchar un espuelazo, cualquier sonido que delatará la posición de Sidronio Gómez. El aire se sentía más pesado por mezclarse con la tierra que levantó la gente del pueblo al esconderse. El silencio reinaba. Sólo se interrumpía cuando las palomas picaban el adoquín. 

Sidronio, desde la esquina, tantea cuál sombrero se puede tumbar. Se adelanta con los hombros y mata a dos que lo querían madrugar por el lado de la cruz de cantera. Empiezan a lloverle ristras de balazos a la barda donde está. ¡Baaaaaaang! Sidronio le pega un balazo a la pierna del comandante. Una sola bala queda en su pistola. Elige salir del problema como le habían aconsejado al verse acorralado. 

*

—En nuestro pueblo, todos somos más o menos malos. Yo trajiné muchachas. Primero nomás robaba las que me gustaban. Luego, por encargos que me hacían de Guadalajara. «Quiero una así y asado», y yo me encargaba de buscar y llevarles a una parecida. En una tarde de borrachera con los amigos, salió la idea de empezar a robar trenes. Dejaban más dinero que la trajinada de muchachas. «Ahí para el lado de Tequila se quedan parados un rato los trenes», nos dijo uno. Y empezamos a madrugarlos, hasta oro traíamos pal pueblo. Después me puse a robar cosas más grandes. Una vez robamos una campana que iba pa una catedral. Lo difícil fue fundirla. Ni juntando toda la leña de mezquite y metiéndosela debajo, pudimos derretirle un pedazo. Pero, a lo macho, lo más grande que me he robado son los ojos de Rosalba. Fue una mañana por la plaza. Venía cargando dos bolsones de yute y me le acomedí. De inmediato supe que era canija, pero le di salida requeté bien y después de unos días empezamos la entrega. 

—¿Y cómo es Rosalba?

—Es alta, con un lunar al lado de la boca y labios anchos como guajes. De piel canela adulzada. Sus ojos son grandes y cafés. Tiene carácter fulminante, como los barrenos que truenan en las manos apenas los enciendes. Gustábamos de acariñarnos en su cuarto mientras su padre, el comandante, no estaba en el pueblo. Y si en la calle nos encontrábamos, éramos desconocidos. Todo se arreglaba en su cuarto y no en la calle donde la gente juzga.

*

Sidronio Gómez salió de donde estaba sin pendiente alguno. Las ristras de balas lo atravesaron como si trajera imantado el cuero. No perdió el gustó último de salir a tronarle su última bala al cielo. «Para un bravo siempre hay otro más bravo». Sidronio lo supo cuando le fueron entrando las balas de los rurales en el cuerpo. Cayó de pura cara en la tierra roja, junto a las matas de las magueyeras.

—Hagan rezos, y de una buena vez para que no se les olvide, una de esas cruces que se ponen en los caminos, que ahí va Sidronio Gómez, colgando del moro hacía el Rancho Nuevo.

Ramiro Corona.

Sobre el autor: Ramiro Corona es naturalizado por voluntad como originario de Juanacatlán Jal. Su pasión por la investigación le ha permitido conocer e instruirse en diferentes universidades alrededor del mundo. Es un voraz lector de literatura, un oportunista poeta y si bien es diestro para escribir, es zurdo en su pensamiento.