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La hora del almuerzo

La hora del almuerzo

Era este un modelo industrial probado, los creadores del proyecto estaban seguros de que sería una de las inversiones más importantes del país, por este motivo se dispuso contratar trabajadores que ya estuvieran capacitados, así fueron llegando "al Salto" habitantes principalmente del Estado de México, Querétaro, Tlalpan y Veracruz, además de algunos municipios cercanos. Convivían por igual dueños, jefes y obreros, en el mismo lugar, todos como una gran familia.

    Al paso del tiempo comenzaron a incorporarse extranjeros a la fábrica, fue entonces cuando mexicanos, ingleses, españoles y franceses, se vieron conviviendo en un mismo tiempo y espacio, dando como resultado una mezcla de costumbres y diversidades culinarias, a la par de las que se habían incluido previamente con la llegada de habitantes de las distintas partes de México antes mencionadas.

    En un principio, los españoles dueños y edificadores de la colonia, vivían dentro de las instalaciones de la fábrica en una casa señorial, donde en algún momento fueron visitados por altas autoridades, familiares y amigos del denominado “viejo mundo”, que podían disfrutar del grandioso paisaje que proporcionaba la caída de agua y los arcoíris que se formaban con la brisa junto con la amplia vegetación además de estar en un lugar relativamente cercano a la ciudad de Guadalajara. 

    Los Bermejillo Martínez Negrete, (familia fundadora del proyecto) no tuvieron descendencia con ningún habitante de esta población, aun siendo una familia numerosa, conformaba por sus doce hijos, Francisco de Paula, Lorenza, Dolores, Andrés, Rosa, José María, Salvador, Carlos, Concepción, María, Virginia, y Margarita, nacidos entre los años 1862 y 1885, cinco de ellos ya estaban casados cuando llegaron aquí, el resto contrajo nupcias después de que la fábrica inició su producción, varios de ellos no cuentan con una fecha de defunción en los registros, y sus nombres se repiten, por lo que se piensa que algunos fallecieron siendo aún unos bebés, o antes de nacer.

   La actividad culinaria, se adaptaba perfectamente a la región, para ello se utilizaban ingredientes producidos aquí mismo, la variedad consistía en adoptar las recetas originales de cada población de la que venían los nuevos empleados de la fábrica.

    Hubo mucha diversidad en cuanto a la comida, ya sea pozole, tacos, enchiladas, carnitas, mole, menudo, birria y otras más rudimentarias como frijoles de todo tipo, calabacitas guisadas, lentejas, arroz, etc. de cualquier forma, el folklor alimenticio nunca estuvo limitado, cabe mencionar que la carne se consumía principalmente en los días de pago. Otro de los atractivos era sin duda el caldo michi, debido a que se consumía pescado directamente del río Lerma Santiago, junto con verduras y legumbres de la región. 

    Es bien sabido que la familia es la base de la sociedad, y en un pueblo, en el que predominaban las creencias católicas al tener como patrona a la Madre admirable virgen María, las mujeres jugaron un papel importante, que ha sido fundamental para la integración de este pueblo, actualmente se conservan esos valores y tradiciones, en los que la madre y los hijos se concientizan acerca de la importancia del trabajo y función que ejerce el Padre, quien encabeza la familia y provee lo necesario para su sustento. 

    Era una ardua labor sin duda la que desempeñaban los que trabajaban en la elaboración de la mezclilla y en toda la fábrica en sí, labor que era retribuida al regresar a casa por los miembros de la familia, quienes llevaban a cabo las faenas del hogar a modo de reconocimiento por los esfuerzos del padre al final del día.

    Durante los años cuarenta aproximadamente, los obreros tenían permitida una hora para salir a desayunar a sus casas, a partir de las nueve de la mañana, al paso de los años ese beneficio se ajustó a media hora, salían en turnos de tres, pero ya solo tenían permitido almorzar en el jardín de la entrada del edificio.

    Todos en casa participaban en la preparación del desayuno y siempre estaban pendientes del sonido del chacuaco, si era el primer silbido, significaba que faltaban veinticinco minutos para estar en la puerta de la fábrica, por lo que las actividades se aceleraban al mil por uno: la mamá atizaba la lumbre para que el desayuno estuviera listo en el tiempo que faltaba, si alguno de los hijos estaba en la casa, este se encargaba de ir por la leche y las tortillas, las cuales se elaboraban a mano en aquel entonces, por lo que había que estar muy temprano en la fila, ser despachados y  luego salir corriendo a preparar el portaviandas, esto hacía de las primeras horas de la mañana siempre las más laboriosas. 

    Por la época de los años sesenta y setenta, los niños podían entrar a desayunar con sus papás y entrar a ver la maquinaria, además de poder conocer y recorrer los amplios jardines con cafetales, también había hermosos arboles de Jamaica, para ellos se convertía en una gran experiencia.

    Durante el verano las cosas eran distintas, las vacaciones significaban toda una fiesta para los niños, en casa, aprendían a ser solidarios y responsables con las tareas del hogar. La rutina iniciaba igual que siempre, pero los niños eran los que estaban al pendiente del silbido del chacuaco, para avisarle ansiosamente a sus mamás, cuanto faltaba para que se abrieran las puertas del comedor de la fábrica e ir a llevar el desayuno. Cuando estaba listo, lo colocaban, como era costumbre, en un portaviandas, o en una canasta adornada con una impecable servilleta, bordada a mano y perfectamente almidonada.

    Al llegar a la puerta los niños esperaban con ansias, en la entrada, mientras comenzaban a salir los obreros, a esa hora de la jornada, a algunos de ellos, el añil ya los había teñido de pies a cabeza, y la mayoría del tiempo era imposible reconocer sus rostros, era una sorpresa para los pequeños saber cuál de todos los individuos azules era su papá, hasta que uno de ellos los llamaran por su nombre o reconocieran un silbido inconfundible con el que solían llamar los papás a sus hijos.

    Era una media hora muy gratificante, mientras los empleados tomaban tranquilamente sus alimentos y los niños disfrutaban corriendo por el jardín jugando a las escondidas, a “la traes” (juego en el cual se persiguen unos a otros) o platicaban con los demás niños. Este recreo era un buen momento también para saber a qué se dedicaba cada obrero, cuál era su labor y lo importante que era para toda la familia estar involucrados en esto. Otra de las cosas más impresionantes, era ver la magnitud de la fábrica, se podía percibir la grandeza de lo que allí ocurría al ver salir las grandes pacas de algodón, o los rollos de mezclilla, que esperaban para ser entregados a sus destinos.  

    Al terminar la jornada, el regreso a casa era otra algarabía, corriendo en la calle, o platicando a paso lento, obreros, niños y señoras con bolsas del mandado, todos retirándose a sus casas para un merecido descanso, algunos incluso se ponían de acuerdo para sus actividades de la tarde, la suave brisa que despedía la cercanía del río, alcanzaba mojar la zona habitacional, su atractivo invitaba a los transeúntes a pasar un rato muy agradable, cabe decir siempre fue uno de los lugares predilectos para los habitantes. Sin embargo, algo impedía que se acercaran demasiado, sobre todo al caer la noche.


 

Sobre la autora: Verónica Becerra es habitante de la Cabecera Municipal de El Salto y promotora cultural. 


*Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de La Cascada*